Dieron dos golpes a la puerta, abrí y estabas tú. Tenías la
cabeza gacha, los ojos cristalinos y podía oír tu corazón a doscientos kilómetros
de mí. Apoyaste una mano en el marco y te pregunte que hacías, tú respondiste
que habías venido a verme. Te deje pasar, dejaste la chaqueta en el pomo de la
puerta del comedor y te invite a ir a mi cuarto. Nos sentamos en la cama y hubo
unos segundos de silencio, hasta que dijiste que esto te dolía tanto como a mí.
Decidí no decir nada, era demasiado irreal. Pero continuaste diciéndome que las
cosas habían cambiado y que necesitabas que volvieran a ser como antes, que por
muy imposible y complicado que fuera me querías. Se me escapó una sonrisa y
como de costumbre me mordí el labio inferior. Cogiste mi mano y te acercaste. Dijiste
que me necesitabas. Agache la cabeza y me acariciaste el cuello, te miré y
cerraste los ojos, te fuiste acercando poco a poco…
Y de repente sonó el despertador. Otro maldito sueño, otra
maldita ilusión. Otra vez te esfumaste, cuando más cerca estabas más lejos te
ibas. No tenía ganas de levantarme, di media vuelta y me cubrí con la colcha.
Pensé en ti, como de costumbre. Tenía ganas de llorar, pero no podía evitar sonreír
por esa pequeña ilusión. Suspiré, abrí los ojos y olvide ese sueño. Me esperaba
otro día con nada nuevo, tú como de costumbre estarías muy lejos de mi.